En aquel tiempo, se llamaban hadas a todas las mujeres que eran entendidas en encantamientos, que conocían las virtudes de las palabras, de las piedras y de las hierbas y gracias a esta ciencia, conservaban su juventud, belleza y riqueza a su antojo.
Todo esto comenzó en tiempos de Merlín, el sabio adivino que conocía el pasado, el presente y el porvenir, aquel que podía hacer volar las piedras y descubrir los grandes tesoros que se encuentran bajo tierra o en las profundidades marinas y que mediante el poder de su magia levantaba, en cuestión de instantes, magníficos palacios o fortalezas inexpugnables.
La doncella no era otra más que la Dama del Lago, a la que Merlín amaba apasionadamente y a quien había enseñado todos sus encantamientos.
En una sola noche, edificó para ella un magnífico palacio de cristal, pero cuando Viviana le hizo ver que cualquiera podría observarla a través de las paredes transparentes, añadió un hechizo que sumergió el palacio encantado en el fondo de un lago.
El sabio hechicero le había revelado que, algún día lejano, ella se encargaría personalmente de recuperar a Excalibur, la espada de soberanía que había sido confiada a Arturo, y de guardarla en un lugar ignorado por todos con el fin de transmitirla, más tarde, a aquel que vendría a unificar el mundo.